Navidad
—Tengo miedo de sentirme enamorado.
Cruzábamos Cabildo tomados de la
mano apurados por la lluvia y yo no esperaba escuchar algo así.
—¿Por qué miedo?
—Porque enamorarme es como perder una
parte de mí mismo.
Hacía días que la lluvia no
paraba y estaba convirtiendo a la ciudad en un paisaje mayormente sonoro. Cada paso entre charcos,
cada gota sobre las cosas, le daba a las calles una densidad acústica que volvía todo un poco más grave. Un recuerdo de la
infancia cruzó mi mente. 1983, la navidad que no nevó sino que llovió.
—¿En qué
pensás?
Mentí. Dije algo sobre la valentía,
sobre el riesgo de amar y las ventajas de abandonar la ilusión del control al
entregarse a lo desconocido (dije algo que sabía que no podía ser refutado) Pero en el fondo compartía ese temor, no desde la angustia ante lo incierto, sino desde la certeza del fracaso. El problema no es
enamorarse, pensé, el problema es conocer el fin del amor.
—¿vos, sabés...?
—¿Qué?
—No, nada…
No pude seguir, sentí celos de su
inocencia y al mismo tiempo sentí ternura. Algo cambió en nosotros, lo notó. Me
tomó por la cintura y me acercó a su boca. Nos besamos contra una pared, solucionábamos todo desde los cuerpos. Acercarnos era desearnos y eso era lo
vertiginoso de nuestra relación. Decidimos terminar lo que se había desatado en
un hotel.
Hacer el amor parecía ser lo
único que calmaba las ansias y no podíamos parar de buscar esa
sensación que duraba cada vez menos. Primero meses, luego semanas, días y ahora
apenas algunas horas. Hasta que el monstruo del amor reaparecía entre nosotros.
Terminamos agotados, plenos otra
vez. "Hermosa no podemos estar todo el día en la cama" me dijo sonriendo pícaro
mientras nos vestíamos y recuperábamos el aliento. Sonreí y le besé la nariz,
al mismo tiempo que un nudo crecía en mi panza.
¿No podemos?
Cuando salimos del hotel todavía
llovía, Buenos aires parecía estar pasando por un desasosiego climático colectivo. Sentí que si me quedaba más
tiempo, tarde o temprano volvería el tema del amor. Caminamos en silencio un
par cuadras, al llegar a una esquina inventé un compromiso y nos despedimos. Pude ver en
sus ojos el desconsuelo. Le dolía en el corazón y en el orgullo que yo necesitara irme de su lado cada
cierta cantidad de tiempo. Pero quedarse era hablar de eso y hablar de eso era dañino.
Lo abracé, lo besé, le dije que
lo quería. Él devolvió los gestos. Amable, pero distante. Algo finalmente se había roto. Un ruido seco, como a ramas muertas. Eran las suyas o eran las mías?
Sin darme vuelta caminé despacio por la avenida hacia el subte, como esperando un cambio en la trama.
Nada.
No vino a buscarme.
No gritó mi nombre.
No pasó nada.
Volví a la navidad de
1983. Recordé la lluvia, el árbol lleno de paquetes y a todos los niños de la
fiesta emocionados, rodeando a un gordo desconocido de traje rojo y barba
blanca. Me vi mirando la escena entre los grandes. Con cinco años estaba
enterada de la inexistencia de Papá Noel por una decisión progresista
de mis padres y no tenía nada que hacer entre los chicos.
Siempre es mejor es saber la verdad, amor, igual
no les rompas la ilusión, ellos no saben.
Recordé la confusión de
sentimientos, orgullosa de ser merecedora de tan preciado secreto y a la vez llena de envidia, de tristeza. Esa felicidad era algo a lo que yo no podía acceder.
Antes de bajar por la boca del subte una una última imagen me apretó el
pecho. Era la cara de mi mejor amigo Ruggero, que extasiado con su regalo, feliz al borde de la histeria, me sacudía de los hombros y me relataba lo sorprendido que estaba de cómo Papa Noel había adivinado
exactamente lo que él quería.
—Ves? Ves?? te dije que iba a venir!!
Sentí ternura por su ingenuidad.
Sentí celos.
Tuve un breve y cruel instante de sinceridad.
Tuve un breve y cruel instante de sinceridad.
—¿Vos... sabés quién es papá Noel?
¡Bellísimo! y un poco triste.
ResponderEliminarBeautiful!
ResponderEliminarYou truly are a wonderful writer.
Thank hoy dear James :)
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