Redención


              
Cerraste la ventana. Acomodé  mi banco debajo de ella.
Y esperé.
Entusiasmada, imaginé que éste sería el estandarte perfecto de mis sentimientos. Esperar el perdón, la vuelta del amor, al nido. No fue planeado, no…quizás un acuerdo tácito entre partes, un siempre te voy a querer pero no sé si te voy a amar. Así nació el acuerdo: “yo puedo esperar” pensé, “yo puedo todo” pensé ¿O acaso el amor no es también redención?
No calculé sin embargo las vicisitudes del tiempo, porque si el amor es un animal inestable, el tiempo es una furia ciclotímica que va de inmóvil a supersónica sin razón aparente, o con las razones contrarias a las de una.  
 Y así con su paso lento, así como la luna desaparecía pedazo a pedazo, yo misma iba consumiéndome, pero gastada y feliz soportaba la afrenta. Mis carnes se secaron y mi boca árida repetía tu nombre junto al mío para no olvidarnos. Llegando a las cien noches, ya no recordaba tus ojos o el aroma de tu piel que se confundía con los azares del jardín. También aquello que llamábamos amor se disolvía en el aire y me pregunté si la muerte del mismo, no era más que la falta de respuesta a la pregunta eterna.
            Como el cauce de un río, siempre nuevo y a la vez siempre el mismo, los instantes se encadenaban y perdí la noción de dónde iban a parar los días, o el hambre, o las necesidades básicas. Solo las noches contaban.
Con muchas de ellas a cuestas y tu ausencia parada detrás de esa ventana te odié y ese odio me mantuvo parada. La desesperanza tuvo que doblegarse ante el rencor.  El propósito mutaba pero  la meta se mantenía clara. 1000 noches.  Después, solo pararme  frente vos, así, toda destrozada, para mostrarte el daño hecho por tu desidia. Me regodeaba fantasiosa en tu culpa y eso me sostenía otra noche más.  
Por un tiempo funcionó, pero  la hiel alimentaba únicamente a las vísceras y ahora quien sabe cuántas noches, que pesaban en un cuerpo sucio y maltrecho, jugaban malignas con la mente. Sentí pavor del fin del acuerdo, los plazos se cumplen no importa cuánto los alejemos y para alejar a la locura de mi cuerpo tuve que perdonarte. Rearmarte piadoso y gentil. Y así pasar un mes más.  Ya otras 10 semanas. Otros 70 días. Otras 20 noches.
            El último ocaso me encontró más muerta que viva, agrietada alcé la mirada en busca de la luna que  ya no estaba, tampoco el tiempo estaba entre nosotros. Tampoco el movimiento de las estrellas en el cielo. Todo se convertía en un espacio hermético y silencioso.
 Parada en silencio estuve a la espera de algo, algún signo que me sacara de ese estado latente. De esa espera que, sin una unidad que la midiera, no valía nada. Desesperada lloré las lágrimas que ya no me quedaban. Grité afónica a los dioses. Golpeé a tu puerta con puños deshechos pero nada sucedió. Solo una brisa que movió apenas las cortinas del cuarto, descubriendo tu sombra que aguardaba tan estoica en su inmovilidad como yo en mis ansias Y supe en ese instante que por inalcanzable, serias siempre perfecto, como lo era mi amor, que al no poder tenerte no moriría jamás.
Justo antes de que los pájaros empezaran su canto feliz, con las últimas fuerzas que me quedaban logré ponerme de pie, tomar mi banco y alejarme de tu ventana, llevándome al menos la certeza de  que la redención nunca estuvo en tu mano extendida sino en las mías vacías.

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