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Un hombre sin nada que hacer, toma un cuchillo y se corta los dedos.
(Aforismo siciliano)



El viento no para de golpear las ventanas y ya no sé desde hace cuánto, sentada, espero.
Desde la silla donde estoy puedo apenas ver el mar, los piletones de fertilizante lo tapan todo. La vista, el olfato, la estética en general. Seguramente, en la maqueta donde los presentaron la primera vez debieron verse fantásticos.  Futuristas, llenos de árboles de plástico alrededor y de mini personitas paseando a sus bebes en sus mini cochecitos. solo así se pudo haber autorizado la construcción de  tamañas porquerías.
Busco la hora en alguna pared, mi celular está muerto hace rato y solo me queda esperar. “En el bar, a las cinco, por última vez, vos solo esperame”.
Esperame, solo eso.
Sin nada más que tiempo en las manos, eso parece ser lo más difícil de hacer.
Sigo buscando con la vista algo con que entretenerme. Casi en la otra punta del bar hay un hombre sentado solo, con una cerveza a medio terminar, y un plato de comida ya vacío. Un mozo detrás de la barra limpia mecánicamente los vasos de vidrio, él no tiene diversión alguna, parece estar limpiando siempre el mismo.

-Disculpe, mozo… ¿tiene hora?
-Las cinco y diez.
-¿Cinco y diez? no puede ser, ¿está seguro?
El mozo repite sin mirarme -Si, cinco y diez- y sigue con su trapito limpiando el vaso.
-Gracias.

Juraría que hace bastante más que estoy esperando, pienso en el sentido de este encuentro, no hay ninguno, pero ya no importa, estoy acá  y puede que él llegue en cualquier momento. Vuelvo al hombre de la cerveza, lo recorro de arriba abajo. Lleva un jean gastado sucio y una remera roja descolorida, se nota que es soltero (ninguna buena mujer lo dejaría salir vestido así). Cuelga de su silla un morral fofo, casi vacío, sus dedos tamborilean la mesa entre los cubiertos usados. No es ni lindo ni feo, se funde perfecto en este paisaje de invierno costero. Me detengo en su cara, tiene una nariz bonita, redonda, los ojos algo pequeños y una boca carnosa bien formada.
Murmura algo, cambia el gesto en los ojos y volver a murmurar. Está hablando solo. Quizás pueda leerle los labios, no sabe que lo miro. Me concentro en su boca, repite números, “treinta, cuarenta, cincuenta” Es lo único que puedo entender, sigue moviendo los dedos cada vez más rápido, casi siempre el mismo patrón, estira la otra mano sobre la mesa, y juega a pasar con el índice entre sus dedos. Descubro otra frase. “Te lo dije. Te lo dije treinta, cuarenta, cincuenta veces”
Chequeo al mozo, sigue limpiando con dedicación el mismo vaso vacío.

-Mozo, ¿me dice por favor de nuevo la hora?-
-Las cinco y diez.
-Pero si antes me dij..
-Me lo acabas de preguntar.

Me molesta bastante el tono del señor, de todas maneras agradezco.
Vuelvo al extraño. Sus manos me fascinan, tiene dedos largos, manos grandes y armoniosas, pienso cómo se verían en mi cuerpo, qué habilidades secretas se ocultan en ellas. Las imagino sobre mi cuello, apretándolo un poco, firmes, seguras, como probando hasta donde llegar, la imagen me excita y me muerdo sin querer el labio.
Él Levanta la vista y al mismo tiempo la bajo yo, que revuelvo la cartera como buscando algo, ¿me habrá visto? ¿Qué hora será? (viene a mi mente el conejo blanco de Alicia).
Ahora toma el cuchillo y juega con él, me inquieta y al vez me incita a seguir espiando, ya no murmura, sino que lento pero acompasado, lo clava entre los dedos de su mano derecha. Me pregunto si el mozo le dirá algo (considerando que le está arruinando la mesa) pero no, nada, sigue insistiendo bobamente con el trapito en el vaso.
El extraño sonríe y aumenta la velocidad, siempre parejo en el ritmo. Me llena de una ansiedad dulzona, no puedo dejar de mirar, cada vez más rápido, cada vez más cerca, contengo la respiración. Tengo la sensación de que sabe que lo miro y jugamos juntos este juego.
En algún momento falla, y la punta del cuchillo roza apenas el borde del anular, haciéndole un tajo diminuto. Un grito  ahogado se me escapa  la boca, se frena, pero no me mira, ni  saca la mano de la mesa, sus ojos apuntan a los piletones, “te lo dije”. Y vuelve a empezar.
Tac.
Tac.
Tac.
Corro la mirada hacia a la ventana. El viento golpea los vidrios con fuerza, el cuchillo golpea la mesa. Mis oídos se agudizan, también mi curiosidad (o mi morbo). ¿Cómo puede hacerlo tan rápido, tan rítmico? Escucho los golpes, su risita sorda. Algo me dice levantante y andate  pero no puedo moverme, tengo que quedarme, tengo que esperar, me dijo a las cinco ¿por qué no llega?¿Qué hora es?
-¿Señor?
-Y diez. Son las cinco y  diez.
La angustia se vuelve una masa viscosa que me deja adherida a la silla. Estoy sola con un autómata que limpia lo limpio y un extraño que mata al aburrimiento cortándose los dedos. Pienso en ello. Hacerse daño. Para al menos sentir algo. Algo.
En el reflejo de la ventana busco exasperada al mozo, que sigue ahí parado, en silencio, manoseando pornograficamente al vaso. También  puedo ver distorsionado al extraño, que clava el cuchillo con fuerza en la madera. No hay colores definidos, pero algo gotea de la mesa al piso. Los vidrios desproporcionan la imagen, su mano derecha ya no se ve hermosa sino  hinchada y húmeda. Deforme.                                                     
No puedo más, ya esperé lo suficiente, él no va a venir y lo sabía
¿Para qué fui?Tac Me voy, tac,me quiero ir, tac ¡me tengo que ir! Tac!

Soy el sonido del cuchillo clavándose una y otra vez sobre la mesa.




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