Como dos extraños
Se escuchaba, casi sordo, aquel lamento fraseado.
“Me acobardó…
… la soledad”
La frase me arrancó una sonrisa, amaba la forma en que Goyeneche me hacía sentir su nostalgia. Tatareé con él mientras el pulso sostenía la línea negra sobre el borde superior del ojo y el lápiz fluía lento junto al tango. El polaco tiene ese poder, pensé, te canta una tristeza tan irreversible, que solo queda sonreírse.
Se
me hacía tarde, pero realmente quería salir de casa perfecta. Maquillada, pero
no mucho, que parezca natural. Que parezca la misma.
Tomé
distancia, chequeando la simetría con el otro ojo, el delineado estaba bien
pero había algo raro en la mirada, algo desconocido. Retrocedí inquieta. Las
primeras líneas apareciendo, los poros haciéndose visibles, la piel del párpado
perdiendo tono lentamente, imperceptible, casi igual. Pero ya no igual.
Corrí
la mirada, buscando alguna buena razón que calmara ese hueco en el estómago. Dormís
poco, hay que hidratarse mejor, nada de que preocuparse, me dije no muy
convencida. Volví al reflejo con determinación, había que terminar de pintarse
antes de llegar demasiado tarde. Pero no pude seguir. Parada, frente al espejo,
con el lápiz en la mano, una sensación extraña me frenó, no pude reconocer quién era esa
mujer.
No
eran las arrugas ni la piel demacrada, sino esa expresión. Un gesto nuevo, algo triste, como de hastió y unas ganas de
parecer otra, la que había sido alguna
vez, antes. Antes de todo.
Las frases del Polaco llegaban como olas.
"y ahora que estoy frente a ti…”
Me acerqué más. Con la nariz apoyada en el frío, la imagen comenzó a desfigurarse. no era una mujer o una persona, solo un ojo, grande, hinchado, con algunas venitas oscuras que trepaban por el lagrimal hasta un iris marrón jaspeado en verde. Parecía el borde de un lago en otoño. El marrón de los árboles que sin sus hojas, esperan el momento de no ser, de detenerse. El verde indefinido del agua, no cristalina sino turbia. No fluyendo limpia, sino estancada. Llena de hojas, de cosas, de recuerdos. Y el barro mezclándose, dejando estelas grises en el fondo, como cicatrices. Sentí que toda mi existencia podía resumirse en un iris. Ese lago era yo… pero ya no primaveral y mucho menos transparente.
“lección que por fin aprendí…
Como cambian las cosas los años”
Las
frases bramaban tormentosas en mi cabeza,
arrastrándome cada vez más profundo en ese humor acuoso marrón jaspeado. La emoción
se trasformó en vértigo y todo empezó a perder sentido, el maquillaje, el
encuentro, ya no estaba segura de nada y la sola idea de concretar la cita me
llenaba de angustia.
“Angustia de saber muerta ya...
…La ilusión y la fe”
Miré
hacia el espejo una vez más, las líneas sobre las comisuras parecían profundizarse,
una mueca horrenda se instaló en mi cara. Gesticulé un poco, abrí y cerré la
boca un par de veces para borrarla, pero no se iba.
Busqué el teléfono. Texteé sin pensar.
“Perdoname, no voy a poder.”
Su respuesta no tardó en llegar.
“Tu indecisión ya no habla bien de vos, ni de mí en última instancia si me presto a esto, no me escribas más.”
Salí del baño sacándome el resto de pintura.
-¿Que, al
final no salís?
-Al final no.
-Jaj… ¿Pintó el viejazo, eh?
Lo
miré resignada, sentía que desde su inocencia, se burlaba de algo que me hundía en el total desconocimiento de mi misma, pero
no podía realmente enojarme, al fin y al cabo tampoco podía reconocerlo a él. Éramos
otros. No estaban los que hacían el amor contra el paredón del parque Rivadavia, los mochileros aventureros
sin un mango, los subversivos, los invencibles.
Esos se habían ido, arrastrados hacia las profundidades de un lago marrón verdoso, junto con tantas otras cosas. No lo pude evitar, se me llenaron los ojos de lágrimas, bajé la cabeza para disimular y al verme así se acercó preocupado.
-Pará amor, no te pongas mal – y me besó el entrecejo - dale, no es para tanto, cambiá la música, abrite un vino y vení que te preparo algo rico para comer.
Mientras él enfilaba hacia la cocina, me acerqué a la radio restregándome. Antes de cambiar el dial, el polaco me dedicó una última frase.
Esos se habían ido, arrastrados hacia las profundidades de un lago marrón verdoso, junto con tantas otras cosas. No lo pude evitar, se me llenaron los ojos de lágrimas, bajé la cabeza para disimular y al verme así se acercó preocupado.
-Pará amor, no te pongas mal – y me besó el entrecejo - dale, no es para tanto, cambiá la música, abrite un vino y vení que te preparo algo rico para comer.
Mientras él enfilaba hacia la cocina, me acerqué a la radio restregándome. Antes de cambiar el dial, el polaco me dedicó una última frase.
“Perdón si me ves… lagrimear… los recuerdos me han hecho mal’’
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