Eclipse
El bullicio y recambio constante de gente en el bodegón lo hacían transpirar más de lo normal. Había imaginado poder embriagarse con tranquilidad, pero con eso de la luna roja, todos los lugares de San Javier estaban llenos de turistas, perturbando la calma tucumana.
Sentado, con una copa a medio terminar, miraba hacia un punto fijo hundido en sus cavilaciones. Solo algunas siluetas femeninas le arrastraban unos segundos la mirada, pero ninguna le interesaba. Las mujeres en general le llamaban poco la atención, o muchísimo, pero solo por un breve período. Lo único relevante para él era la música y muy a su pesar, la suya no terminaba de conformarlo.
Sentado, con una copa a medio terminar, miraba hacia un punto fijo hundido en sus cavilaciones. Solo algunas siluetas femeninas le arrastraban unos segundos la mirada, pero ninguna le interesaba. Las mujeres en general le llamaban poco la atención, o muchísimo, pero solo por un breve período. Lo único relevante para él era la música y muy a su pesar, la suya no terminaba de conformarlo.
Un grupo interrumpió sus pensamientos al entrar al lugar. No eran locales, demasiado llamativos para serlo. Porteños, pensó, sintió inmediato rechazo por ellos, decidió no dedicarles un segundo más de su tiempo y corrió la vista hacia la ventana. En el camino sus ojos se cruzaron con otros, justo cuando algo cambiaba en la luz. Esto podía ser el principio de un apagón, bastante normal en la zona, pero él quiso interpretarlo como un signo y sintió la necesidad de volver a ellos, que ya miraban hacia unas mesas vacías.
El momento había pasado.
El momento había pasado.
La luz volvió a bajar hasta dejar el lugar a oscuras. Los mozos ya acostumbrados, llenaron las mesas de velas en pocos minutos, volviendo todo un poco más acogedor sin esos tubos fluorescentes blancos.
Los clientes comenzaron a salir al patio. Llegaba el eclipse. La gente agolpada en la puerta luchaba por ser testigo del raro fenómeno y también ella, pero se cansó de forcejear por su puesto y decidió volver a las mesas con la mirada clavada en el piso, mascullando algo.
Los clientes comenzaron a salir al patio. Llegaba el eclipse. La gente agolpada en la puerta luchaba por ser testigo del raro fenómeno y también ella, pero se cansó de forcejear por su puesto y decidió volver a las mesas con la mirada clavada en el piso, mascullando algo.
—¿No se ve nada?
Levantó la vista.
—No, bah, no sé, por ahora no.
Levantó la vista.
—No, bah, no sé, por ahora no.
Él dijo algo más, pero desde donde estaba no pudo escucharlo, se acercó a la mesa sintiendo esos ojos recorrerla, acariciándole el cuerpo sin ningún tipo de vergüenza. Sintió pudor. Y aun así se acercó.
—¿Qué?
—Que de dónde sos, porque de acá seguro que no, nadie se detiene a ver la luna si es del cerro.
—Ah, no… soy de Buenos Aires.
—¿Estás de vacaciones?
—No, trabajo, soy actriz, estoy de gira. ¿Y vos?
—Yo soy músico, folklorista.
—Ah… mirá qué interesante —ella sonrió sin saber bien por qué, él lo notó y corrió la silla invitándola a sentarse.
Aceptó con algo de recelo y comenzaron a charlar. El destello cálido y parpadeante de la vela le permitía estudiar con detenimiento el rostro del folklorista. Tenía una nariz redonda, labios carnosos y unos ojos almendrados, que contrastaban con su piel tensa, todavía sin curtir por el sol y el viento de los montes tucumanos. Parecía más joven que ella, pero lo calmo de su voz y el movimiento pausado de sus manos al hablar le daban un aire chamánico, como el de un hombre sabio.
Desde el patio se escucharon algunas exclamaciones y aplausos. Sentados, casi solos, vieron por la ventana a la luna grande y roja suspendida en el negro de la noche tucumana, tiñéndolo todo de un rosa intenso.
—Que de dónde sos, porque de acá seguro que no, nadie se detiene a ver la luna si es del cerro.
—Ah, no… soy de Buenos Aires.
—¿Estás de vacaciones?
—No, trabajo, soy actriz, estoy de gira. ¿Y vos?
—Yo soy músico, folklorista.
—Ah… mirá qué interesante —ella sonrió sin saber bien por qué, él lo notó y corrió la silla invitándola a sentarse.
Aceptó con algo de recelo y comenzaron a charlar. El destello cálido y parpadeante de la vela le permitía estudiar con detenimiento el rostro del folklorista. Tenía una nariz redonda, labios carnosos y unos ojos almendrados, que contrastaban con su piel tensa, todavía sin curtir por el sol y el viento de los montes tucumanos. Parecía más joven que ella, pero lo calmo de su voz y el movimiento pausado de sus manos al hablar le daban un aire chamánico, como el de un hombre sabio.
Desde el patio se escucharon algunas exclamaciones y aplausos. Sentados, casi solos, vieron por la ventana a la luna grande y roja suspendida en el negro de la noche tucumana, tiñéndolo todo de un rosa intenso.
—¿Loco no? Dijo ella.
Él levantó los hombros con desinterés.
—No le veo la gracia a una roca que da vueltas alrededor de la Tierra, ni cuando es blanca ni cuando es roja.
Su comentario le pareció agresivo y un poco pedante, como si esa mirada, esa boca no fueran parte del mismo comentario. Se puede ser una persona a nivel energía y otra verbalmente?
—Digo, qué loco lo que a la gente le pasa con eso. Cómo surge la magia en una escena común, como una noche en un bar, cuando le cambiás algo tan simple como la luz— Hizo una pausa, giró su cabeza hacia él y sonriendo le dijo — ¿No te parece?
Él se quedó callado,atravesandola con la mirada. Apoyó los codos sobre la mesa, se acercó un poco y sin dejar de mirarla también sonrió.Ella corrió la vista y pidió disculpas. Él preguntó por qué y ella se enredó en un sinsentido filosófico, que él respondió ávido. Y de alguna manera se detonó una discusión sobre la vida, el arte, el amor y cuanta cosa trascendental pudiese pensarse, en un espacio denso y rojizo. Sin tiempo, ni personas mientras la luna incandescente se posaba sobre sus espaldas como un ojo en llamas.
Cuando termino el eclipse la gente comenzó a regresar lentamente al salón. La luna brillaba blanca sobre el cerro, más hermosa que nunca y ellos se soltaron las miradas solo para disfrutar del espectáculo en silencio por unos segundos mas. La luz pálida se mezclaba con lo amarillo de las velas y le daba al bodegón una claridad casi diurna, la gente en sus lugares conversaba animada y algo en el ambiente había cambiado. El silencio se volvió incómodo.
—Bueno, un gusto charlar con vos. — dijo ella y sin motivo aparente, se levantó de la mesa.
—Pará, ¿te vas? no sé ni tu nombre ¿Cómo te llamás?
—Pará, ¿te vas? no sé ni tu nombre ¿Cómo te llamás?
De pie. Frente a él, dudó. Sin la protección rojiza, lo que acababa de suceder ya no parecia una potencial historia de amor sino otra desilusión. Recordó en los huesos el dolor del desencuentro. La obsesión por poseer lo que no quiere ser poseído. Recordó la tristeza de rearmarse sola una y otra vez. Pensó en hablarle de amor, de honestidad, de energías pero supo que no sería su boca la que iba contestar sino sus palabras.
Se tomó unos segundos para decirle su nombre.
Se tomó unos segundos para decirle su nombre.
Y mintió.
—Ah, ok, te busco entonces, así seguimos charlado— dijo él desilusionado, adivinando en su tono el engaño.
—Dale— mintió una vez más sabiéndose descubierta.
Caminó dudosa entre las mesas, dándole la espalda, mirando fijo hacia delante. Se sintió aliviada y a la vez triste. Pensó en que uno deja pasar cosas y que está bien, que es lo mejor, lo más racional. Se le cerró la garganta. Tuvo la horrenda sensación de haber dejado atrás algo que valía la pena mientras él se despedía acariciándola en silencio, con una última mirada.
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