Enero Rojo Vivo


Sentada en las mesitas de afuera Agustina abría y cerraba el libro en un tic nervioso. Todo la distraía, desde los ruidos de los autos hasta el calor que se desprendía del asfalto pegajoso en la avenida. Estar esperándolo en la vereda en pleno enero era una tortura y hubiese sido mucho mejor estar adentro del bar, amparada por el aire acondicionado a 19 grados. Pero desde adentro podía llegar a no verlo y no podía perderse esa oportunidad de encuentro.  
Acalorada, trató de no tocarse la cara, estaba muy maquillada y sentía como lentamente empezaba a correrse la pintura.  Sobre todo en los ojos. Water proof las pelotas, pensó mientras recordaba la fortuna que había gastado en ese rímel de marca.
Miró su reloj,  1.55, cada vez faltaba menos. Sabía que él salía de la facultad a las dos de la tarde y caminaba por Córdoba hasta la parada del 99. El paso por el bar era inevitable.
Intentó repasar en su cabeza el discurso que había preparado, mientras sacaba del servilletero 7 u 8 papelitos encerados para secarse el sudor del escote. El efecto era peor, podía sentir cómo le deshacían en el cuerpo llenándola de bolitas viscosas. ¿Para qué había ido? Si estaba todo claro, si él ya tenía otra.
Para hacerlo entrar en razón, eso, para que sepa que se estaba equivocando al abandonarla. Por eso todo ese maquillaje, esos zapatos de taco aguja rojos que él le había regalado y ese pelo súper batido luchando por no desinflarse en su frente, para que entendiera de una vez de lo que estaba perdiendo.
Volvió a abrir y cerrar el libro, miró el reloj. 2, 15 en cualquier momento iba a pasar.
Fantaseó con el encuentro, caminaría lento y sensual hacia él  sin dejar de mirarlo a los ojos. Entonces él le preguntaría ¿Agus qué haces por acá? y ella actuaría natural y a la vez sorprendida. Total, no podía saber que hacía meses que lo stalkeaba por facebook con una cuanta falsa y conocía todos sus movimientos.
Pidió otra coca light para refrescarse, pero el mozo no venía y ella no paraba de transpirar. Sintió las axilas empapadas y trató de mirarse con disimulo. Dos aureolas amarillentas asomaban por el vestido y a eso se le sumaban algunas líneas horizontales de sudor abdominal, su seguridad se derretía como ella misma en esa silla. Tenía que resistir un poco más, tenía que sorprenderlo, tenia… tenía que sacarse aunque sea un segundo los zapatos antes de que sus pies estallaran. Apenas zafó los talones y suspiró aliviada antes de volver a mirar el reloj.
2.30 Tuvo la idea de que quizás no había podido ir ese día a la facultad, quizás por un virus estomacal, o al falta de algún profesor, se puso aún más nerviosa. Su cuerpo latía al compás de los caños de escape, las manos latían, los pies latían, hasta su sexo pulsaba impúdicamente. Se puso roja de vergüenza o de calor, quien sabe, y justo en ese momento lo vio pasar por la vereda de enfrente.  ¡¿Cómo que por enfrente?!
Había que resolver la situación rápido, le gritó al mozo “la cuenta” y dejo la plata arriba de la mesa. Estaba lista para irse, solo debía calzarse de nuevo los zapatos.
 Pero no hubo forma. 
Sus pies eran dos o tres tallas más por la hinchazón y parecían unas empanadas reventadas.
            Lo vio perdiéndose entre la gente. Miró la calle y cálculo la distancia. Córdoba a las 2.30 hervía y cruzar la avenida descalza era una locura. Pero, ¿y el amor? ¿No es acaso que por amor uno lo hace todo?
Respiró profundo y con los zapatos en mano y el peinado desinflado cruzó la avenida corriendo a saltitos. Logró frenarlo  antes de que llegara a la esquina.
La cara que él puso al verla terminó de desmoronarla.
                       -Agus… ¿qué haces acá?
          Quedó por un momento muda. La pregunta era la que ella había fantaseado unos minutos antes, pero la escena era otra.
-¿Yo?- Como en un sueño se despegó un segundo de su cuerpo y pudo verse desde  arriba. Jadeando, con los zapatos en la mano, transpirada como un chancho y con todo el maquillaje corrido.
– Yo…vine para…eeh…paraa…
Tardó sólo unos segundos más para finalmente entender a que había ido. Suspiró resignada y estirando los brazos sin mirarlo, le entregó lo último de que le quedaba de ellos.
- Te vine a traer los zapatos que tanto te gustaban. Por ahí le van a otra.  A mí ya no.

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